miércoles, 29 de julio de 2009

EL SENTIDO DE MI VIDA VII

VII

Corté con Javi y antes de veinticuatro horas estaba en la cama con Salva. Me rei más aquella noche, que en los tres años que pasé con el futuro abogado. Él era de un pueblecito al sur, vivía en un piso que compartía con cuatro estudiantes más, pero los fines de semana, regresaba a la casa de sus padres. Los sábados trabajaba de camarero en el bar de su tío y el dinero que éste le daba, se lo quedaba para sus gastos. Al sacarme el carné de conducir, mi abuela me había comprado un coche, del mismo modo que lo hacía con todos sus nietos, así que yo lo cogía para ir hasta allí, le esperaba a la salida del bar y en el mismo momento en que él se sentaba a mi lado, me olvidaba del resto del mundo. Uno de esos días, de regreso a la ciudad, me salí de la carretera.

Lo nuestro duró unos cinco meses, ¡pero qué cinco meses! Con Javi había sido todo tan “light”… Salva me enseñó una sociedad totalmente diferente de la que yo conocía, me lleno el cassette de música que no había escuchado jamás, me llevó a locales donde me parecía imposeble reconocer a alguien, me mostró, en resúmen, otra forma de vivir.

Cuando llegaba a casa sentía que mis padres me miraban cómo si se tratase de una desconocida y en cierta manera, aquello me dolía. Traté de “suavizar” mi comportamiento, pero yo había cambiado, me gustaba ese cambio, entonces se me ocurrió, a modo de reconciliación, regalarles un viaje, pedirles indirectamente que confiasen en mí.

El día que me licencié, papá no sabe que me di cuenta, aunque sí, le vi llorar, les vi llorar a los dos. Aquella noche salimos a cenar juntos, pero cuando entendí a que restaurante nos dirijíamos, ya puse mala cara. Les gusta ese lugar y no llegaré a entender nunca el porque. Lo único que puedo decir en su favor es que, a parte de la comida de Leo, tienen la mejor que he probado en mi vida.

Desde que terminé en el colegio de monjas donde cursé mis primeros estudios, casi nadie me llama señorita Ortega, excepto allí. Odio ese trato, mi nombre es Silvia, no soy ni más, ni menos que nadie y que me acerquen la silla para sentarme, que me llenen mi copa cada vez que bebo, que me recojan la servilleta que ha caído al suelo, incluso antes de que yo sea consciente de ello, me pone de los vervios. Sólo les falta sentarse a tu lado y cortarte la carne en trocitos. Ni hay necesidad de mostrarse tan servil, ni nosotros somos unos inútiles, pero aguanté estoicamente. No me apetecía discutir.

1 comentario:

Magia dijo...

Me está encantando esta historia, esos cambios, esos ojos, decepcionados a veces, llorosos otras, y esa personalidad que ve, elige y decide con la libertad de no quererse en un camino que no es el propio.
Gracias, un saludo. Buen fin de semana. Ciao