
Una historia de amor diferente que nos lleva de viaje por diferentes ciudades, distintas épocas. En ciertos momentos romántica, en otros desgarradora, aunque maravillosa, desde mi punto de vista.
VII
Corté con Javi y antes de veinticuatro horas estaba en la cama con Salva. Me rei más aquella noche, que en los tres años que pasé con el futuro abogado. Él era de un pueblecito al sur, vivía en un piso que compartía con cuatro estudiantes más, pero los fines de semana, regresaba a la casa de sus padres. Los sábados trabajaba de camarero en el bar de su tío y el dinero que éste le daba, se lo quedaba para sus gastos. Al sacarme el carné de conducir, mi abuela me había comprado un coche, del mismo modo que lo hacía con todos sus nietos, así que yo lo cogía para ir hasta allí, le esperaba a la salida del bar y en el mismo momento en que él se sentaba a mi lado, me olvidaba del resto del mundo. Uno de esos días, de regreso a la ciudad, me salí de la carretera.
Lo nuestro duró unos cinco meses, ¡pero qué cinco meses! Con Javi había sido todo tan “light”… Salva me enseñó una sociedad totalmente diferente de la que yo conocía, me lleno el cassette de música que no había escuchado jamás, me llevó a locales donde me parecía imposeble reconocer a alguien, me mostró, en resúmen, otra forma de vivir.
Cuando llegaba a casa sentía que mis padres me miraban cómo si se tratase de una desconocida y en cierta manera, aquello me dolía. Traté de “suavizar” mi comportamiento, pero yo había cambiado, me gustaba ese cambio, entonces se me ocurrió, a modo de reconciliación, regalarles un viaje, pedirles indirectamente que confiasen en mí.
El día que me licencié, papá no sabe que me di cuenta, aunque sí, le vi llorar, les vi llorar a los dos. Aquella noche salimos a cenar juntos, pero cuando entendí a que restaurante nos dirijíamos, ya puse mala cara. Les gusta ese lugar y no llegaré a entender nunca el porque. Lo único que puedo decir en su favor es que, a parte de la comida de Leo, tienen la mejor que he probado en mi vida.
Desde que terminé en el colegio de monjas donde cursé mis primeros estudios, casi nadie me llama señorita Ortega, excepto allí. Odio ese trato, mi nombre es Silvia, no soy ni más, ni menos que nadie y que me acerquen la silla para sentarme, que me llenen mi copa cada vez que bebo, que me recojan la servilleta que ha caído al suelo, incluso antes de que yo sea consciente de ello, me pone de los vervios. Sólo les falta sentarse a tu lado y cortarte la carne en trocitos. Ni hay necesidad de mostrarse tan servil, ni nosotros somos unos inútiles, pero aguanté estoicamente. No me apetecía discutir.
VI
Cualquiera que escuchase mis palabras, podría pensar que dejé el tenis de la noche a la mañana. Tampoco fue así. Todavía hoy le sigo dedicando varias horas a la semana, me ayuda a mantenerme en forma, a desconectar, lo cual me resulta curioso, porque me enseñaron a concentrarme antes de cada partido, aprendí que siempre hay que salir a ganar, y ahora, al sostener una raqueta en mi mano, es probablemente el momento del día que más relajada estoy.
Sacar una notas admirables, era mi manera de demostrar que había tomado la decisión acertada. Conseguir que mi padre volviese a estar orgulloso de mí, era mi objetivo número uno. Entonces conocí a Javi, un estudiante de derecho primo de una amiga del instituto. Era más alto que yo, algo poco habitual en los chicos que había conocido hasta ese momento, dada mi estatura, guapo, inteligente… Me consta que al empezar a salir con él, fui la envidia de más de una. En cierto modo, me recordaba a mi padre. Sabía que se iban a llevar bien, lo cual pude comprobar con el paso del tiempo.
Conozco gente que decidió estudiar veterinaria porque encontró en el parque un gorrión con un ala rota, otros que se inclinaron por una carrera con salida y la mayoría, simplemente se vieron limitados por las notas de corte. Yo vi claro mi futuro el día en que todos mis compañeros me felicitaron por un artículo que me habían publicado en la revista del instituto. La llevé a casa para enseñársela a todo el mundo. Yo quería escribir y el periodismo me parecía una manera tan válida como cualquier otra, pero no todos opinaban igual. La cara de mi padre reflejaba decepción, empecé a pensar que nada de lo que hiciese le iba a gustar, aunque cada vez me importaba menos.
En la facultad conocí a gente de toda la provincia. Hasta ese momento mis amistades eran similares a mí, niños pijos que habíamos estudio en un instituto para niños pijos. Al principio me sentía como perdida en una selva, pero no tardé en adaptarme. Un pequeño cambio de vestuario, mi mejor sonrisa y en un par de meses pasé a formar parte de un grupo de lo más variopinto. Uno de ellos era Salva, resultaba imposible aburrirse estando a su lado, tenía unas ideas muy paricurales sobre la vida y la sociedad, pero me encantaba escucharle. A mi padre le hubiese dado algo de vernos juntos, tan diferentes en todo, aunque eso era justamente lo que me atraía de él.
V
El primer recuerdo nítido que tengo de la infancia, es el día en que mi padre me regaló mi primera raqueta de tenis. Yo apenas podía levantarla del suelo. Todavía la conservo, es pequeña, muy ligera. Entonces me parecía que pesaba más que yo, que nunca iba a conseguir sostenerla sobre mi cabeza, pero me equivoqué. Un par de años después la manejaba como si se tratara da una prolongación de mi brazo. Recuerdo al entrenador diciéndole a mi padre que yo había nacido para aquello. Él me miraba orgulloso y yo sonreía, porque no había nada en el mundo que me hiciese más feliz que verle así.
Nunca tengas miedo de tu rival, aunque la veas más alta, más fuerte… Hay algo que se impone ante todo eso y es la seguridad en uno mismo. Si tú estás convencida de que puedes ganar, lo conseguirás y créeme, te sobra calidad para hacerlo. Me lo decía tan serio, que yo no me atrevía a dudar de sus palabras. Cuando tras el último punto, el decisivo, corría hacia mí para abrazarme, la expresión de su rostro era mi verdadero trofeo.
Mi madre se quedaba por entre el público, hablando y presumiendo de lo bien que jugaba su hija. Yo la miraba de vez en cuando con la absoluta certeza de que no perdía detalle, pero no se acercaba a nosotros hasta pasados los primeros instantes. Entonces sí me llenaba de besos, me abrazaba, me comentaba algunas jugadas y siempre me recordaba que era la mejor.
Sólo una cosa en el mundo me apasionaba más que el tenis. La literatura, una pasión que compartía, o mejor dicho, que comparto con ella. Nos encerrabamos en la sala de lectura, cómo se empeña en llamarla papá, o cómo preferimos nosotras, en nuestro rinconcito y allí pasábamos horas en silencio devorando página tras página. De vez en cuando, yo hacía alguna pregunta que mi madre se esmeraba por explicarme de la mejor manera posible. De este modo aprendí cosas maravillosas, todo un mundo a mi alcance en aquellas estanterías.
La mitad de mi tiempo libre era destinado a formar mi condición física. La otra mitad, mucho más relajada, la dedicaba a alimentar a mi cerebro. Cuando me sentaba a ver un torneo de gran slam, soñaba con verme allí algún día. En cambio, cuanto sostenía un libro en mis manos, me imaginaba siendo una escritora de renombre. Me preguntaba si el día tenía suficientes horas para llevar a cabo mis dos ilusiones, pero el tiempo me trajo la respuesta.
Cuando empecé a desconcentrarme en un partido porque al día siguiente tenía un examen, a deducir horas a mis entrenamientos para dedicarlas a los libros, llegué a la conclusión de que, inconscientemente, ya había elegido a qué quería dedicar mi vida. Decírselo a mi padre fue lo más complicado. ¿Crees qué los demás tenistas no estudian? A algo tienen que dedicarse cuando se retiran del deporte de élite. Claro que, aquellos argumentos a mí no me bastaban.
En una ocasión me dijo que no debía de compararme a los demás, que tenía que ser yo misma, tratar de superarme, tener las ideas claras y eso fue justamente lo que hice. Espero que no te pese en el futuro. Aquella fue la primera vez que vi la decepción en sus ojos.
III
Aprendí cómo es no dormirte hasta la madrugada porque tu hija no ha llegado, discutir con ella porque no se ha presentado a la comida familiar de los primeros domingos de mes, echar en falta dinero de la cartera y estar seguro de quién lo ha cogido, aunque eso no es nada comparado con el susto que te llevas el día que suena el teléfono en plena noche. Está bien, sólo ha sido un susto, pero se tiene que quedar una noche en observación por el golpe en la cabeza. Gracias a que la llevaron al hospital donde trabajaba Pilar. Temía que estuviésemos muy enfadados y no quería avisarnos. Un pequeño tráfico de influencias.
Cuando llegamos estaba dormida. Yo la miraba pensando que difícil resulta criar a un hijo. Intentas dárselo todo, hacerle la vida fácil, pero eso no es garantía de nada, al contrario, puedes excederte consiguiendo un resultado peor. No fue mi culpa papá, ese coche se pone a cien sin que te des cuenta. Una excusa muy pobre. Ya la tuvimos al comprarlo porque a mí me parecía demasiado potente. Estuve a punto de decirle que le guardaría las llaves hasta que fuese un poco más responsable, pero entonces la hubiese dejado en manos de otros y esa idea aún me gustaba menos que la otra.
Llevabámos tres años sin hacer un viaje porque ella no quería venir con nosotros. Yo me negaba a dejarla sola, menos aún tras su comportamiento de los últimos meses. Leo, la mujer para todo, como yo la llamo, niñera cuando la contratamos, cocinera luego, asistenta, ama de llaves o como se la quiera llamar, se ofreció a quedarse en casa mientras nosotros nos ausentábamos, con su hija Lucía, siete años mayor que Silvia, además de su mejor amiga, aunque a mí tampoco me pareció una solución; siempre pensé que la mimaba demasiado. Así que otro verano en la casa de la playa, tostándonos al sol y discutiendo con ella cada vez que salía.
Lo más sorprendente de todo eran sus notas. Nunca advertí ningún bajón, no se si estudiaba cuando nosotros pensábamos que dormía, si lo hacía en casa de alguna amiga mientras la creiamos de marcha, si era tan inteligente que con un simple repaso le bastaba… de cualquier modo, sus estudios parecía ser lo único por lo que no discutíamos y siendo consciente, era su mejor escudo.