lunes, 21 de septiembre de 2009

MI DIOSA AFRODITA II

Resulta difícil organizar el choque de sentimientos que se agolpan en tu pecho tras una noticia de tal magnitud. El deseo de salir corriendo para estar con él, el miedo a descubrir en qué estado se encuentra su cuerpo… “Tiene que venir a reconocer el cadáver.” Ni siquiera sabía la causa, ni cuantos días llevaba muerto. “Tiene que venir a reconocer el cadáver.” ¿Para qué existen las pruebas de ADN? ¿No deberían de confirmar de quién se trata antes de comunicar algo tan tajante? “Tiene que venir a reconocer el cadáver.”

El coche, mis manos en el volante, el pie en el acelerador, me llevaron hasta su piso por inercia: Su cuerpo ya no se encontraba allí, debía de ir al anatómico forense, pero una fuerza inexplicable me guió sin vacilar ni un instante.

Un vehículo en la entrada del edificio me alertó de la presencia de algunos policías, quizás ellos podrían darme más información. Subí por las escaleras, encontrándome en la puerta con el primero.

- Disculpe señora. – Me detuvo poniendo enérgicamente una mano sobre mi pecho. – Aquí no se puede entrar.

- Es mi hijo, es la casa de mi hijo. – Atajé casi gritando.

- Perdóneme.

Se dio la vuelta sin variar su posición y llamó a su superior con un grito potente. En pocos segundos éste se encontraba frente a mí. Con total amabilidad, algo que empezaba a echar en falta, me narró lo sucedido. Parecía un claro caso de suicidio, me dijo, con nota de despedida incluida, la cual me entregarían después de ser estudiada detenidamente por la policía científica, ya que yo era la destinataria.

- ¿Cómo ha sido?

- Se cortó las venas. - La imagen de su cuerpo sumergido en un charco de sangre se instaló en mi cabeza, la agité tratando de borrarla, pero fue inútil.

- ¿Por qué? - A partir de ese momento, esa sería mi única preocupación: ¿Por qué?

Se ofrecieron a acompañarme al depósito y, careciendo de otra mejor, incluso la compañía de aquel policía me parecía reconfortante. Me explicó que debía de tomármelo con calma, no había prisa alguna y yo, de pie frente a un cuerpo cubierto por una sabana, rogaba que no fuese mi hijo quien se encontraba allí, aunque mis suplicas no fueron atendidas. Tuvieron que sostenerme para evitar que cayera al suelo, estaba tan pálido que se podría decir que carecía de todo color.

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