lunes, 6 de enero de 2014

APRENDIZ DE CARPINTERO

 Esta historia va dedicada a mis compañeras de la UNED, a vosotras, que el sábado, en la sobremesa, me decíais que hay que darse a conocer de algún modo.

APRENDIZ DE CARPINTERO

Todo empezó un sábado cualquiera en el que, como acostumbraba, acompañé a mi padre a la residencia de la sierra donde teníamos internada a mi madre. Llevaba allí varios meses. Habíamos elegido la mejor de la provincia, exactamente la que a ella le hubiese gustado, de haber tenido la lucidez suficiente para escoger. Lo más parecido a estar en un hotel de cinco estrellas. En realidad, no notaría la diferencia aunque la instalásemos en un establo, pero, conociéndola, después de pasarse la vida entera rodeada de todo tipo de lujos, su final también debía ser así. Al principio, papá estaba empeñado en tenerla en casa. Decía que contratando a una enfermera bastaba, aunque no contaba con la parada cardiorrespiratoria que sufrió él y que le obligó a tomar esa decisión sobre la que tanto habíamos hablado. Siendo hija única y bastante consentida, ni se me había pasado por la cabeza encargarme personalmente: desde pequeña, me enseñaron que el dinero todo lo puede, así que, ahora no podían esperar más de mí.

Verla sentada en aquella silla, con la mirada perdida, me desesperaba, por eso solía salir al jardín a pasear. Aunque el aspecto de la gente que me encontraba allí fuera no era mucho más alentador, al menos podía disfrutar del aire puro.

Me senté en un velador que permanecía solitario, un buen lugar donde dejar pasar el tiempo, pero, poco después, escuché una voz que sin duda se dirigía a mí.

- Hace un día precioso, ¿no crees? – Tras mirar a mí alrededor, me encontré a una mujer de unos setenta años, con un aspecto envidiable, el mejor que había visto en cualquier interno de la residencia. Bien vestida, el pelo impecable…, sólo la silla de ruedas me daba a entender porqué estaba allí.

- Sí, un día perfecto. – Respondí yo, sin mostrar mucho entusiasmo.

- ¿Has venido a visitar a alguien? -  Ya que parecía buscar conversación, me levanté para acercarme a ella. Ser una consentida no quita que tenga una buena educación. 

- Mi madre. Pero ni siquiera me reconoce, así que… - Suspiré pensando en ella.

- Ten en cuenta que con tan sólo un segundo de lucidez que tenga en todo el día, quizás tu visita consiga que éste sea alegre. – Entonces, sonreí con cierta tristeza. Si alguien pudiera garantizarme que ese momento se daba… - Te he visto por aquí otras veces. Eres la hija de Mercedes Lozano.

- ¿Conoce a mí madre? – Aquello me sorprendió gratamente.

- Sí, hace muchos años. Me sorprendí cuando la vi aquí y…, no me hables de usted por favor: me hace parecer más mayor de lo que ya soy.

- Cómo quiera. – Hizo una mueca graciosa, entonces rectifiqué al instante. – Cómo quieras.

- Así me gusta. Merche puede estar contenta: vienes todos los sábados. – Me extrañó esa familiaridad en el trato.

- Usted…, digo…, tú, ¿no recibes visitas?

- Con un poco de suerte, un par de veces al año: me traen flores creyendo que con eso basta. Dedicas la vida a criar a tus hijos y luego te lo agradecen olvidándose de ti. – Me situé detrás de la silla colocando mis manos en la empuñadura.

- ¿Un paseo?

- Encantada. – Sonreímos al mismo tiempo y empecé a caminar guiando la silla. - Por cierto, me llamo Eloisa. Eloisa de Hayedo. – Detuve la marcha al instante. Entonces, se giró levemente hacia atrás para mirarme. - ¿Ocurre algo?

- ¿Eloisa de Hayedo? ¿La condesa de Águilas?

- La misma. – La expresión de su cara me mostraba la satisfacción que le producía que yo supiese quién era.

- He oído hablar de usted. – Como hacía unos instantes, me recriminó con la mirada. – Perdón. De ti. Pero, mi padre no sabe que estás aquí.

- Y si me haces un favor, me gustaría que siguiera siendo así. – No conocía sus motivos, sin embargo, decidí complacerla.

- Tranquila, por mí no lo sabrá, y puedes llamarme Zoe.

Reemprendimos el paseo mientras me comentaba algunos detalles de la residencia. Parecía satisfecha con su estancia allí, lo único que la entristecía era el olvido de sus vástagos. Se nos pasó la tarde sin darnos cuenta, envueltas en una charla un tanto banal, aunque amena. Cuando me disponía a volver al edificio principal, me dijo que ella prefería esperar. Entonces, me despedí intrigada por una extraña sensación que me invadió al alejarme.

El sábado siguiente, hice partir a mi padre una hora más temprano: quería disfrutar de la compañía de la condesa todo el tiempo que fuera posible, aunque sin dejar de lado a mamá. La impaciencia me llevó al jardín antes de lo previsto. Di un par de vueltas sin éxito y, cuando pasé cerca del velador, aproximadamente a la misma hora de la semana anterior, la vi disfrutando del sol con los ojos cerrados. 


- Buenas tardes. – Solté, al tiempo que le ofrecía una amplia sonrisa. 


- Tenía la certeza de que vendrías. – Ella me correspondió encantada.


- Espero no molestarte.


- ¿Molestarme? Lo que daría por tenerte aquí un ratito todos los días. – Se acercó más y, con un pequeño movimiento, se situó de espaldas a mí ofreciéndome la empuñadura de la silla, como quien ofrece su brazo. - ¿Paseamos?


- Con mucho gusto. – Empecé a caminar tan feliz como si hubiese recibido un regalo estupendo.


- Cuéntame, ¿a qué te dedicas?


- ¿Me guardas un secreto? – Me miró sonriendo, lo cual interpreté como un “sí”. – A holgazanear todo lo que se me permite. – Mi tono dejó claro que no me avergonzaba de ello.


- Vaya, supongo que eres más o menos como mi hijo Marcelo, que se ha pasado la vida fingiendo que hace algo, aunque, en realidad, no hace nada.


- Pues sí, supongo que soy como él. – Por un instante, mi pensamiento voló lejos de allí, hasta que la condesa me trajo de  vuelta con sus palabras.


- ¿Y te vales de algún pretexto para aparentar que empleas tu tiempo en alguna cosa?


- En teoría, estoy preparando unas oposiciones. Claro que, lo que realmente me ocupa son las fiestas y reuniones con mis amigos. – No sabía por qué motivo me inspiraba tanta confianza, pero era como si estuviese hablando con mi conciencia. 


- La culpa es nuestra por consentiros tanto desde pequeños. – Me detuve en un rincón tranquilo donde me senté. Mientras, recapacitaba sobre mi vida del mismo modo que lo llevaba haciendo en los últimos meses.
  

   - Primero, estudié filosofía durante dos años, si a eso se le puede llamar estudiar. Luego, me dio por la historia del arte: era la excusa perfecta para viajar y poder ver las grandes obras que nos dejaron los genios. – Sonreí inesperadamente, logrando despertar la curiosidad de la condesa. 


- ¿Qué? Cuéntamelo. – Dudé unos segundos, pero hacía tiempo que no hablaba sinceramente con alguien y la verdad era que lo estaba necesitando. 


- Conocí, por casualidad, a un profesor que estaba buenísimo. Me encapriché. Averigüé qué clases daba. Entonces, me cambié a historia para tenerlo más cerca. No paré hasta conseguir que se fijara en mí.


- ¿Te liaste con él? – Parecía encantada con aquella historia.


- Yo prefiero decir que le enseñé nuevas materias. - Soltó una carcajada que logró contagiarme y, durante varios minutos, reímos con ganas. – Lo bueno de todo aquello fue que consiguió que me interesara la historia. Me costó, pero, al final me licencié. – Poco a poco, nuestras risas se fueron calmando, hasta el punto de que me puse muy seria. – Lo nuestro duró poco. Estaba casado. Siempre teníamos que estar escondiéndonos y yo tampoco es que estuviese muy enamorada. Como he dicho, no fue más que un capricho. – Aún siendo cierto, mi voz sonó nostálgica.


- Qué suerte tenéis los jóvenes de ahora.


- ¿Tú crees? No es tan fácil como queremos aparentar. También tenemos nuestros problemas. 


- Minucias. – Me levanté ya sin ganas de seguir la conversación. Me despedí, dirigiéndome luego al edificio principal. 


Durante esa semana, recapacité sobre lo que habíamos hablado. Me sorprendía haber alcanzado ese nivel de confianza con alguien a quien apenas conocía. Pensé en preguntarle a mi padre por ella, pero había hecho una promesa y no entraba en mis planes romperla. Dediqué más horas de las habituales a mis apuntes, entonces, caí en la cuenta de que la condesa estaba influyendo en mi vida positivamente de manera inesperada.


Cuando me acerqué el sábado siguiente al velador, desde lejos creí advertir que se secaba las lágrimas. Me preocupé, sin embargo, al verme, sonrió, obviamente tratando de disimular. La saludé sin hacer alusión al tema, pero tenía muy claro acerca de qué íbamos a hablar ese día.


- ¿Cómo era la juventud de tu época? – Mi repentina pregunta la sorprendió, por lo que se quedó pensativa unos segundos.


- Mucho más respetuosa que la de ahora. Los jóvenes obedecíamos siempre a nuestros mayores. 


- Siempre que sus exigencias no fuesen desmesuradas. 


- Nada de eso, bonita. He dicho que obedecíamos siempre. – Remarcó la última palabra. Parecía enfadada. Quizás había puesto el dedo en la llaga. No osaba seguir hablando del tema, entonces, noté que la silla se detenía, no podía seguir empujándola y miré las ruedas para descubrir una de sus manos en el freno. – No puedes imaginarte cómo era mi vida a los dieciocho años. 


- Cuéntamelo. – Se alejó apenas un par de metros quedando de espaldas a mí. Bajó la mirada con cierta tristeza. En algún momento lo había pasado muy mal y desahogarse podía venirle bien. -¿Qué te pasó?


- Mis padres hicieron una reforma importante en la casa. Era una vivienda suntuosa, aunque vieja, por eso decidieron modernizarla. El carpintero tenía un ayudante joven, alto, muy guapo. Yo me quedaba atontada mirándole, con la camisa pegada a su cuerpo a causa del sudor. Hasta ese momento, nunca un hombre había despertado nada parecido en mí. Sentía deseos de acercarme para acariciar su espalda ancha y fuerte. – Se detuvo un momento para moldear en el aire la silueta de ese cuerpo que, sin duda, retenía en su memoria. - No tardó en darse cuenta de que lo observaba a la menor oportunidad. Me sonreía consiguiendo ruborizarme, pero no me dirigía la palabra. En realidad, no lo había visto hablar con nadie. Se centraba en su trabajo y solo asentía cuando su jefe le mandaba algo. Hasta que un día, mientras recortaba unos tablones en el jardín, tras comprobar que no podían vernos, lo llamé para que se acercara al rincón donde permanecía escondida. Al tenerlo frente a mí no pude resistirme. Tenía el pecho descubierto. Eso despertó aún más mi deseo. Llevé las manos a sus brazos. Eran perfectos. – De nuevo, moldeaba sus recuerdos en el aire. - Estaban empapados y su olor me excitó. Tenía una pequeña cicatriz en el hombro derecho en forma de zeta, la cual acaricié. Me dijo: “Señorita, ¿qué está haciendo? Como nos vea su padre me va a matar.” Pero, mientras hablaba, se había ido aproximando hasta aprisionarme contra la pared. Me acordé fugazmente de todo lo que me habían enseñado sobre los pecados capitales, de Adán y Eva y cómo la tentación les llevó a ser expulsados del paraíso, aunque nada me importaba. El fuego del infierno no podía abrasarme más que aquel que sentía en mi interior, bajando desde mi estómago. – De repente, la historia empezó a resultarme familiar. - Tuvimos encuentros por todos los rincones de la casa, demasiado breves para mí gusto. Pronto empecé a inventarme excusas para poder salir e ir en su busca. Vivía solo en una buhardilla pequeña, desordenada…, pero eso no me importaba. Me contó que sus padres habían muerto siendo él muy pequeño, que había crecido en un orfanato y a los catorce años un carpintero le ofreció trabajar como aprendiz. Eso le facilitó el futuro. – Se quedó en silencio, tuve la sensación de que la parte bonita estaba terminada, entonces, la sonrisa que había permanecido en mi cara mientras la escuchaba se borró. 


- ¿Qué sucedió?


- Que se enteró mi padre. – Bajó la mirada apenas dos segundos. - No conseguí averiguar que fue lo que hizo, sólo me dijo que no lo buscara, porque, como se enterara de que lo hacía, él lo encontraría antes y lo mataría con sus propias manos. – La miré fijamente a los ojos. Allí pude ver que aquel aprendiz del carpintero seguía ocupando gran parte de su corazón. – Me obligaron a casarme con el hijo de un conde. Una sanguijuela que vivió toda la vida de mi dinero. 


- ¿El conde no tenía sus propios bienes? – Cada nuevo detalle me sorprendía.


- Su familia estaba en la ruina, sólo les quedaba el título nobiliario. Aún así, a mi padre le pareció el enlace perfecto. Lo único bueno que hizo mi marido fue morir joven dejándome tranquila. 


- Tampoco sería para tanto. – Aquella frivolidad en las palabras de la duquesa me parecía inapropiada de ella. 


- Créeme Zoe, ese haragán, aparte de no ganarse nunca ni el agua que bebió, era un sinvergüenza de mucho cuidado. La pena es que alguno de mis hijos se parece demasiado a él.


- Ya. Marcelo.


- Ese el que más. – Me cogió una mano acariciándola levemente con un gesto cariñoso. - ¿Y tú? Además del profesor, ¿qué tienes que contarme?


- En este momento poco, realmente poco. – Ni yo creía mis palabras. 


- ¿A tu edad con el corazón desocupado? Perdona, pero no te creo. 


- Todavía me estoy recuperando de mi último fracaso, aunque, si me lo permites, prefiero no hablar de ello. 


- ¿Aún duele? – No me molesté en responder, era evidente. 


- Mejor lo dejamos para el próximo día. Hoy se nos ha hecho tarde.


- Sí, tienes que regresar.



Esa noche, apenas pude dormir. Pensaba en Adrián y en lo que dijo mi padre al conocerle: “Menudo muerto de hambre. Ese sólo te quiere por tu dinero.” Nunca podrá llegar a imaginarse cuanto me dolieron sus palabras: “No se te ocurra volver a traerlo a esta casa si no quieres que os eche a los dos.” Un camarero no era lo que él había soñado para mí, pero no tuvo en cuenta mis sueños. Jamás nadie me había tratado cómo él: en su pequeña y desordenada buhardilla, yo era la reina. Sin embargo, aquel día fue tajante: “Cuando te olvides del dinero de tu familia y me demuestres que eres capaz de sobrevivir sola, entonces puedes volver a buscarme.”


No estaba acostumbrada a que me pusieran ultimátums. Necesitaba pensarlo con calma, aunque ya había tenido tiempo suficiente. Hacía dos meses que no lo veía. La posibilidad de que se olvidara de mí estaba latente, así que, había llegado el momento de tomar una decisión. 


Llegué a la residencia ilusionada, con ganas de contarle a la condesa mi determinación, pero, al acercarme al velador, no la vi. Busqué por el jardín sin resultado, entonces, me encaminé al edificio principal para preguntar por ella. 


- ¿Eloisa de Hayedo? Perdone, señorita, no me suena ese nombre.


- ¿Cómo que no? Está ingresada aquí. La veo todas las semanas cuando vengo.


- Déjeme comprobarlo. – Se centró en el ordenador durante varios minutos. Su cara de extrañeza me decía que le estaba resultando complicado hallar la información que le había solicitado, hasta que sonrió. – Sí, estuvo aquí…, en el noventa y ocho. 


- ¿En mil novecientos noventa y ocho? – No podía salir de mi asombro.


- Eso mismo.


- Revisen su sistema informático porque les cambia las fechas. – Reí, convencida de lo que decía.


- Le aseguro que a mí no me suena de nada el nombre de esa mujer y llevo trabajando aquí siete años.


- Pero…, tiene que haber un error.


- ¿Porqué no le pregunta usted a Irene? Es la cocinera. Lleva aquí mucho tiempo.


- Lo voy a hacer, se lo aseguro.


Me encaminé a la cocina un tanto enfadada. Parecía que me estaban tomando el pelo, sin embargo, no iba a cesar hasta averiguar la verdad. 


- ¿Eloisa de Hayedo? Claro que me acuerdo de ella. La condesa era una mujer de esas que no se olvidan nunca: elegante, siempre impecable, y muy simpática. 


- ¿Sabe cuando estuvo aquí, aproximadamente?


- Hace mucho. Por lo menos…, diez años. – Si aquello era una broma, estaba muy bien organizada. 


- ¿Recuerda de qué murió?


- Creo que le falló el corazón. La encontraron en su silla de ruedas cerca del velador. – Me quedé unos segundos paralizada, digiriendo la información.


- Muchas gracias. 


Salí de allí aturdida. No podía creerlo. Quizás alguien me había tomado el pelo haciéndose pasar por la condesa. 


De camino a casa, no pensaba en otra cosa. Ahora entendía porque no quería que le hablase a mi padre de ella.


- Papá, ¿de qué conocíamos a Eloisa de Hayedo?


- ¿La condesa? Era amiga de tu abuela. – Una especie de flash pasó por mi cabeza y las vi a las dos riendo en la terraza mientras yo jugaba cerca de ellas. 


- ¿Recuerdas cuando murió?


- ¿A qué viene ese repentino interés?


- ¿Lo recuerdas? – Me miraba extrañado, lo cual me parecía normal. 


- No exactamente, pero ya hace unos cuantos años. 


- ¿Más de diez?


- Puede ser.


Le pregunté donde estaba enterrada y lo primero que hice después de dejarle en casa fue dirigirme al cementerio. No fue complicado encontrar el panteón familiar. Busqué su tumba sintiendo cómo se me helaba la sangre al ver su foto. 


- ¡Qué demonios…! – Era ella. No había duda. Retrocedí dos pasos para sentarme en un banco de piedra sin apartar los ojos de su imagen. – Yo no creo en estas cosas. ¿Quién eres? O mejor dicho, ¿qué eres? ¿Mi ángel de la guarda o algo así? – Una corriente fría agitó la puerta, entonces, me levanté asustada. – Ni siquiera sé qué es lo que quieres que haga o a qué se ha debido tu…, “visita”. - La cara de Adrián se coló en mi cabeza. Hacía horas que no pensaba en él y ahora me resultaba imposible no hacerlo. - Me has ayudado a decidirme. Es eso, ¿verdad? – Tuve la sensación de que la foto me sonreía, pero fue tan fugaz…


Me sentía extraña. Más segura de lo que lo había estado jamás. Por eso, tuve fuerzas suficientes para comportarme del modo que lo hice. Después de cenar me encerré en mi habitación, donde escribí unas líneas dirigidas a mi padre. Luego, hice una llamada. Sorprendentemente, dormí a pierna suelta. Me levanté temprano y, antes de marcharme, con apenas unas prendas de ropa metidas en una mochila, dejé un sobre en la entrada que contenía diversos objetos. Instintivamente, llamé a un taxi, pero, recapacité a tiempo encaminándome hacia el metro sin dejar de sonreír. 


Cuando lo vi aparecer tras la puerta, sentí que las piernas empezaban a temblarme. Debía de haber estado haciendo ejercicio, por lo que sudaba sin cesar. La camiseta empapada se pegaba a su torso y para mí fue un verdadero sacrificio no abalanzarme sobre él. 


- ¡Zoe! ¿Qué haces aquí?


- Vaya, ¿no te alegras de verme?


- No sé por qué debería de alegrarme. – Seguía enfadado conmigo, claro que, motivos no le faltaban.


- Invítame a pasar al menos. 


- Iba a darme una ducha, voy a llegar tarde al trabajo.


- Búscate otra excusa. Conozco tus horarios a la perfección. Tienes tiempo más que suficiente para tomarte un café conmigo. – Se apartó para dejarme paso, aunque no me pareció muy convencido. 


- ¿Qué quieres Zoe?


- ¿No me invitas a un café?


- Déjate de tonterías y di lo que has venido a decir. – No había empezado bien. Mis trucos con él ya no servían. Era mejor ir al grano. 


- Está bien. Estoy buscando piso. Necesito un sitio donde quedarme hasta que encuentre algo.


- ¿Tú buscando piso? ¿Te ha echado papi de casa? – Su tono irónico no me gustó nada, pero había ido allí a resolver problemas, no en busca de unos nuevos. 


- Me he ido yo. También le he devuelto las llaves del coche y las tarjetas de crédito. Tengo trabajo dando clases en una academia: no quiero seguir viviendo a su costa. – Por fin su cara empezaba a cambiar. Íbamos por el buen camino.


- ¿Estás hablando en serio? Me cuesta creerte. ¿Podrás acostumbrarte a una vida austera?


- Más fácilmente que a estar sin ti. Es la condición que me pusiste, ¿recuerdas? – Sonrió ligeramente, aunque lo suficiente para alentarme.


- ¿Y las oposiciones?


- Las aprobaré, así me pase meses sin dormir. – Bajó la mirada negando. Estaba ganando terreno, por eso me acerqué decidida. – He cambiado, o mejor dicho, he cambiado mi lista de prioridades. Perdóname, me da igual lo que diga mi padre. Quiero estar contigo. 


- Zoe…


- Déjame demostrártelo. – Apoyé las manos en sus brazos sin importarme el sudor. Era un hombre fuerte, alto, guapo…, y me miraba profundamente hasta hacerme temblar. Entonces, recordé algo. Comencé a colar las manos bajo su camiseta, pero me detuvo sujetándome por las muñecas. 


- Tengo que ir a trabajar, ahora sí se me hace tarde. 


- No me malinterpretes, sólo quería comprobar una cosa que he recordado. ¿Me permites? – Me soltó confiando en mí. Volvía a confiar en mí. Al liberarlo de la prenda, miré su hombro derecho. Entonces, vi una pequeña cicatriz en forma de zeta y la acaricié. – Nunca me había fijado. ¿Desde cuando la tienes?


- Cuando era apenas un crío trabajaba de aprendiz en el taller de un carpintero. Una astilla saltó y se me clavó en el hombro.


- No me lo habías contado.


- ¿Qué importancia tiene? He trabajado en muchos sitios.


- La tiene. Para mí la tiene. – Estábamos tan cerca el uno del otro que su aliento se colaba en mi boca. - ¿Se enfadan contigo si llegas tarde?


- No me tientes. Tengo que ir. Ahora soy el maître: debo dar ejemplo. – No sé muy bien cómo definir la cara que puse, entre alegría, sorpresa, orgullo… - Dúchate conmigo. Si nos damos prisa… 


El que dijo aquello de que el dinero no da la felicidad era muy sabio. A mí me la trajo precisamente el renunciar a él. 

FIN

Que se le va a hacer: soy una romántica.  

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